Relato 4: El río dormido, por Rubén Rodríguez Elizalde
Allí donde el río había dejado antiguas heridas, el subsuelo guardaba secretos que no
aparecían en ningún plano. Miriam, ingeniera geotécnica, y Tomás, geólogo de campo,
llegaron al amanecer. El aire olía a acero húmedo y a arcilla viva. El proyecto, muy
sencillo: excavar una estación subterránea a veinte metros de profundidad. El pliego
hablaba de arenas limpias y de gravas densas; sin embargo, el terreno susurraba otra
cosa.
—Esto brilla demasiado —dijo Tomás, rozando la cata recién abierta—. Limos plásticos,
no arenas limpias.
Miriam ajustó el penetrómetro de bolsillo:
—SPT en cada metro hasta -22. Quiero N60 bien corregidos. Si aciertas, la pantalla de
pilotes necesitará otro planteamiento.
El martillo golpeó con ritmos irregulares: treinta y dos, luego doce, después cuarenta. A
los diez metros, el lodo bentonítico empezó a tragarse las paredes. El CPTu mostró
inquietas presiones porosas.
—Una paleocanal colmatada —, murmuró Tomás—. El río pasó por aquí antes de
civilizarse.
—Entonces necesitaremos cortina estanca: jet grouting y bombeo controlado —,
respondió Miriam, anotando.
El día avanzó. En la excavación flotaba un aroma orgánico, como de hojas podridas que
nunca se deshicieron. Tomás examinó límites de Atterberg:
—Arcillas con IP alto. El LL se ríe de nosotros.
—El LL puede reírse, pero el FS no. Taludes con bermas y drenajes, o esto se mueve —
sentenció Miriam.
Montaron inclinómetros y extensómetros. A su alrededor, la ciudad encendía sus luces;
pero allí abajo todo parecía un organismo respirando. Tomás afinó el oído.
—Cuando abates deprisa, la grava canta.
Miriam sonrió. Sabía que, a veces, el terreno hablaba como un viejo cronista.
A la segunda jornada, los registros confirmaron una lente de arena limosa de baja
densidad, atravesando en diagonal la traza. El equipo se reunió bajo fluorescentes
agotados.
—Si no sellamos esa lente, habrá sifonamiento —explicó Miriam—. Inyección microfina a
baja presión y preconsolidado con vacío antes de bombear.
—El karst al norte no alcanza, pero hay cavidades fósiles cerca —añadió Tomás—. Ojo
con la subsidencia diferencial.
Al tercer día, el realismo mágico se coló sin pedir permiso. En un testigo apareció una veta
oscura con fragmentos de vasija y de raíces antiguas. El operario más joven juró haber
escuchado el sonido del agua corriendo. Tomás apoyó la mano en la muestra: —El río sigue vivo aquí abajo.
Miriam, incrédula pero práctica, anotó la cota. Quizá no cambiara parámetros, pero sí el
relato de la obra.
Arrancaron los anclajes. El acero cantó grave al tensarse. El abatimiento inicial bajó
treinta centímetros; la arena limosa respiró nerviosa. Dos días después, setenta y cinco.
Inclinómetros: 0,3 milímetros. Aceptable.
—En condición no drenada tenemos cu seguro —informó Miriam—. Pero en efectiva, c’
tiende a cero. Nada de confiarse.
—Ni en suelos ni en mitos —rió Tomás.
El jet grouting llegó al amanecer. Agujas de cemento entraron como estacas rituales. El
terreno se mezcló con la pasta tibia, hasta que la malla cerró la lente débil. Los modelos
numéricos devolvieron factores de seguridad cómodos.
—Excavamos —dijo Miriam, como si pronunciara un pacto.
Las palas mordieron estratos. El suelo dejó de cantar agudo y murmuró grave. Las losas
guía olían a cal nueva. La pantalla aguantaba, discreta.
Tomás mostró una sección de arcilla laminada.
—Cada lámina es una lluvia de hace siglos. El calendario de un pueblo sin relojes.
Miriam calló un instante. La ingeniería no era sólo cálculo y normativa; también leer lo que
la tierra escribió.
Con la excavación a cota final, retiraron el último bombeo de prueba. El nivel se mantuvo
estable. La ciudad seguía arriba con su tráfico y sus semáforos, ajena al pequeño milagro
subterráneo.
—Cuando era niño me decían que el río tenía memoria —dijo Tomás—. Hoy hemos escrito
una frase en ese recuerdo.
—Con c’, φ’ y anclajes —respondió Miriam con media sonrisa—. Buena caligrafía.
Firmaron el parte de control. Los extensómetros confirmaron asentamientos mínimos. La
losa recién hormigonada selló el pacto con el subsuelo.
La noche encendió las ventanas de la ciudad. Bajo ellas, el terreno guardaba silencio. El
relato de la estación ya podía contarse sin adornos: una obra que escuchó al suelo y
negoció con él. El público usaría aquel espacio sin saberlo, quizá notando un olor leve a
arcilla mojada, un frío que recordaba lluvias antiguas. Y acaso, sin comprender por qué,
cruzarían el andén con un respeto extraño: como quien camina en una biblioteca.
Porque, en el fondo, eso era la geotecnia: la conversación paciente entre lo humano y la
tierra, escrita con números y con memoria.
Relato 4: El río dormido, por Rubén Rodríguez Elizalde