Relato 6: Oro en cubos – cuento geológico, por Manuel Romana
Brillaba, el valle brillaba. Mejor dicho, las tres vetas brillaban. “Tres hilos de oro indican el sendero”. De día no se percibía tan bien la pista. Quien había escrito (o transcrito) la leyenda, o quien se lo hubiera contado al escriba, lo había pensado muy bien. El camino estaba indicado, pero seguirlo no era nada sencillo.
Usó marcas de pastores para dejarse indicaciones visibles, registrando cada avance. Había leído -sus amigos decían siempre, burlándose, que leía demasiado- que los pastores de los Pirineos utilizaban marcas naturales para identificar pistas y sendas para el ganado. Podían ser estacas de madera, marcas en rocas, acumulaciones de piedras, o cortes o marcas de corte en árboles. Aquí, tan arriba, no había árboles, así que se decidió por montoncitos de piedras. Las estacas que había encontrado no parecían muy viejas, y no quería que nadie se diera cuenta de que había marcas obviamente nuevas.
Miro el horizonte y el valle, intentando identificarse con el guía original, tan lejano en el tiempo. El cronicón hallado en Zaragoza estaba en malas condiciones, y le costó varios intentos tener algo legible, tras calcarlo, y hacer fotos al calco. Las fotos las trato con filtros, reescribiendo todo lo que lograba leer. Y no era sencillo, tenía que usar ratos muertos para que Carlos y Julia no se dieran cuenta de que había encontrado aquel libro enterrado en el estante inferior de la biblioteca del abuelo, en la casona de Benasque que había sido el hogar de muchas generaciones.
Tampoco podía preguntar ni investigar quién era el Yago de Urrea, a quien se dedicó el libro. Era una colección de mitos y leyendas locales. Casi ninguna era muy interesante, capítulos cortos con poca información. Una visión fantasmal aquí, una aparición de la Virgen a unos niños allí. Una era más larga, con más detalles, un relato de un tesoro enterrado por monjes de Guayente.
¿Por qué lo habían escondido? Por alguna amenaza, los moros o los francos de Roldán y Carlomagno, probablemente. Los soldados, algunos, siempre estaban atentos a lo que pudieran rapiñar. El abad, decía el legajo, decidió dejar unas pocas monedas en la celda del mayordomo,y esconder el resto. El mayordomo había sido elegido según lo escrito por San Benito: maduro de costumbre, y virtuoso. Además, ni tardo, que no desatendiera con demoras innecesarias a los monjes, ni demasiado pródigo, un administrador fiel, llegando hasta los pormenores más insignificantes, con cuentas claras y sin malversar lo que se le ha confiado. Los bienes del monasterio no son suyos, ni el mayordomo puede dejar que se pierdan.
Los cubos dorados que se le habían revelado con la linterna de leds de alta potencia por la noche se veían bien de día, si sabías dónde mirar. El oro de los tontos, pensó. Había señales y marcas de cubos arrancados. Coleccionistas de minerales, o comerciantes, o ingenuos que pensaron equipo ese era el tesoro escondido. Gente sin visión ni importancia.
Tenía todo el fin de semana. Había fingido una indisposición leve el jueves, que había “empeorado” el viernes. Con eso había dejado “con gran generosidad”, sonrió, que sus amigos se fueran de excursión a La Maladeta, haciendo noche en el Portillón. Diez minutos después de que se fueran en los coches, salió dejado la cama y se puso en marcha. Tenía mucha costumbre de marchas atléticas por el monte, siempre le habían gustado. Sonriendo, empezó la caminata, a paso ligero.
Al llegar a las vetas pensó que era ingenioso indicar así el camino de la cueva. La propia cueva era un poco misteriosa. Por internet encontró varios enlaces (“Cueva des Ixarsos, entrada a 1792 m de altitud). Pero ninguna foto, ninguna. Una web decía que “el recorrido no tiene ningún misterio, al principio es seguir el antiguo camino que unía Cerler con la mina, y luego seguir la pista que nos lleva a la mina, nosotros decidimos seguir hasta el final de la pista para llegar a la Cueva de Ixarsos, no la encontramos” (sic). No sabía qué esperar. Empezó a canturrear, para animarse sin agotarse. No le gustaba llevar auriculares en la naturaleza, solo lo hacía cuando la depresión amenazaba.
Llevaba en la mano un cubo de pirita. Algo había de raro en que pudieras encontrar una forma tan perfecta y brillante, y que se hubiera creado sola, “en las condiciones adecuadas, mantenidas en el tiempo, los átomos toman una forma inicial de energía libre mínima, y se siguen organizando en esa forma mientras se acumulan”, decía un libro. “En la pirita, esa forma es casi siempre un cubo”. ¿Y el brillo? ¿No hace falta pulir la superficie? En la pirita no, no. “Su capacidad para reflejar la luz de manera uniforme en todas las direcciones es resultado de su estructura atómica densa y su disposición regular de los átomos en la red cristalina metálica”.
Así que esta explicación es mejor que la de que unos enanos que ya no están se tomaron el tiempo de tallar y pulir los cubos con herramientas mágicas creadas del aliento de los dragones, pues vale. Las dos afirmaciones estaban igual de lejos de su educación, de su orientación. Eran cubos preciosos, y ya está.
Mientras pensaba esto, había dejado de canturrear, llegó a un quiebro en la superficie. Era la entrada de la cueva. Nada más entrar vio cubos de pirita tirados, desordenados. Cogió uno, y vio que estaba rayado, como con rabia. Tenían que haber usado un trozo de cuarzo, la pirita es dura, y raya una navaja o un cuchillo. El oro, por contra, es blando, se raya con casi cualquier cosa, y por eso te dicen que guardes las joyas en cajas forradas.
Gente leída, quienes habían llegado antes. Habían hecho la prueba antes de cargar con el metal montaña abajo. Siguió más adentro. Vio un montón de huesos, pirita y tierra. El abad había sido listo. Había colocado una capa de cosas para desanimar a muchos y tentar a tontos. Seguro que más de uno se había llevado unos cubos, pocos, para no llamar la atención con su súbita riqueza, y se había llevado el chasco de su vida al intentar vendérselos a un joyero. Los huesos y tierra parecían movidos. No era la primera en llegar, pero nadie había estado allí con buscando el tesoro hace tiempo. Había unos cuantos papeles de water y restos de excrementos, esa actividad si era reciente, y no tan rara. Guarros.
Miró el suelo, y decidió que podía hacer algo mejor que destrozarse las uñas y arañar sus dedos estilizados usando sus manos. Seguro que Luis, que siempre se fijaba en ella, lo notaría, al volver de la excursión, Mejor volver a la casa rural, y volver al día siguiente, temprano, con bolsas y una pala.
Lo hizo así, el camino de vuelta también tenía subidas, pero no las notó, feliz como estaba de haber resuelto el acertijo, y encontrado la cueva. El tesoro, si seguía allí, estaba cerca, a su alcance.
Tras descansar unas horas, durmiendo muy poco, por los nervios y la expectativa, volvió con la mochila grande, las bolsas y una pala. En la cueva fue metódica, apartando las cagadas primero, y luego los huesos y tierra.
Tres horas, eso le llevó descubrir la caja de madera podrida. No podía respirar de la excitación. Quitó la tapa, o, mejor, los trozos de tapa que se iban rompiendo al intentar abrirla. Era una pena, pero no estaba allí como arqueóloga. La caja no era muy grande, el monasterio tampoco había sido tan rico. Esto no era San Juan de la Peña, o Poblet. Guayente no tenía tantas tierras, ni eran tan buenas.
Así que el tesoro era lo mejor que tenían los monjes, lo que más valoraban: semillas y paños, el mejor trigo y cebada, y sus vestimentas más caras. Al lado, había un barril podrido que probablemente había contenido vino, y, debajo, una caja más pequeña. En ella encontró un crucifijo pequeño de oro, otro más grande de marfil, y dos collares, uno de rubíes y otro de otros cristales, probablemente cristal de roca.
Dejo todo a la vista: no tenía tiempo ni energía para taparlo y dejarlo como había estado. Miró las bolsas, riéndose de si misma. En una sola bolsa se llevó los crucifijos y los collares, y un montoncito de semillas de trigo y cebada. Volvió a la casa, se duchó y se puso el chándal-pijama, para recuperar su enfermedad de comedia. Sus amigos volvieron, encantados con las vistas, con la puesta y la salida del sol -sí, Luis se había levantado a ver amanecer, y había hecho fotos-, con la excursión. Ella contó que había releído el libro de Aragón de leyenda, de Alcalá. Si le preguntaban, estaría preparada para hablar del libro.
Años más tarde, en su casa, algunos visitantes preguntaban por las cajitas de metacrilato con semillas de trigo y cebada. Ella siempre respondía que eran herencia de un familiar lejano, que le había dicho que nada era más valioso que lo que podía seguir manteniéndote viva y alimentada. También tenía el resto del botín, el crucifijo de oro en su mesilla, el resto en una caja de seguridad, en un banco, con las joyas que le había dado su madre. Era su tesoro escondido, aunque no enterrado.
FIN
Relato 6: Oro en cubos – cuento geológico, por Manuel Romana