Relato 11: El suelo que respiraba, por Rubén Rodríguez Elizalde
«Quien no respeta la tierra, puede acabar debajo de ella», solía repetir mi abuelo,
campesino de manos encallecidas. No sé si aquellas palabras me acabaron empujando a
estudiar ingeniería o si fueron una profecía que me ha estado esperando en silencio. Sea
como fuere, aquí va mi historia…
Nadie miraba al suelo.
Las grúas se erguían contra el cielo como esqueletos metálicos, los camiones rugían, los
arquitectos soñaban con fachadas de cristal y los promotores calculaban rentabilidades.
Y, sin embargo, bajo nuestros pies, el barro se abría en grietas sutiles, delgadas como
venas negras que palpitaban en la penumbra de la zanja.
El suelo siempre habla, aunque pocos lo escuchan.
Yo veía cómo la arcilla, plástica y traicionera, cedía con cada gota de agua que se
infi ltraba desde el río cercano. Mis mediciones, frías cifras en un cuaderno, eran en
realidad susurros de advertencia.
—Exageras —, me decían, y su incredulidad resonaba hueca como el golpe de una pala
contra la roca.
Entonces llegó el primer aviso: un crujido sordo, profundo, semejante al lamento de un
tronco que se parte en un bosque desierto. Una máquina se inclinó, tragada por el barro
que se deshacía bajo sus orugas, y los obreros guardaron silencio. Yo escribí una sola
palabra: “deslizamiento”.
El sol comenzaba a hundirse al fondo, tras las grúas, teñido de un rojo enfermo. Nadie lo
notó, ocupados en terminar las últimas tareas del día, pero yo sentí cómo el aire se volvía
más pesado, cargado de electricidad.
Entonces, sin aviso, las nubes cerraron el horizonte y la claridad se apagó, cual vela bajo
un soplo. El crepúsculo se tornó noche en cuestión de minutos, y con la oscuridad llegó la
tormenta. El agua cayó con violencia, tamborileando sobre las lonas, mientras
relámpagos breves dibujaban la obra como un escenario fantasmagórico.
Salí con la linterna. El aire olía a acero oxidado y a tierra recién removida. Fue entonces
cuando lo escuché: el rugido de la arcilla, profundo, ancestral, como si el suelo respirara
con ira contenida.
Una grieta recorrió la pantalla de contención, negra y brillante bajo la lluvia, y en ese
instante supe que la obra entera pendía de un hilo invisible.
—¡Fuera! ¡Todos fuera! —grité; y, aunque me creyeron loco, me siguieron.
Apenas habíamos alcanzado la calle cuando la tierra colapsó con estrépito. Una nube de
barro y agua se alzó como un espectro vengativo, recordándonos que bajo cada edificio
duerme una fuerza más antigua que la especie humana.
Al amanecer, la obra era un campo arrasado. No hubo víctimas, pero el silencio era más
pesado que cualquier losa de hormigón. Los que antes se burlaban me miraban con
respeto temeroso. El jefe de obra, con voz apagada, preguntó:
—¿Cómo lo supiste?
No respondí. Señalé el suelo húmedo, herido, aún palpitante. El terreno había hablado
desde el principio: en las fi suras, en las lecturas, en el murmullo del agua. Solo había que
escucharle.
La geotecnia no es un lujo ni un capricho. Es la lengua en que la tierra confiesa sus
secretos, la única manera de que la soberbia humana no sea castigada con ruina.
Y así comprendí que mi abuelo nunca se equivocó: ¡cuánta razón tenía! Quien no respeta
la tierra, puede acabar debajo de ella.
Relato 11: El suelo que respiraba, por Rubén Rodríguez Elizalde