Título: La lección de Menard
Autor: Eduardo Rebollada
Varias veces a lo largo de sucesivos días se escenificaba una estampa habitual de nuestras ciudades: un edificio de oficinas, una calle concurrida y ruidosa, con un calor anormal para la época…y una obra que parece que no acababa nunca.
–Una ayudita y que Dios se lo pague, joven –insistía una anciana a la puerta de un gran edificio de oficinas–.
–Lo siento, señora, ahora no puedo, que estoy trabajando–respondía un joven ingeniero, más preocupado por tomar notas en su libreta–.
Tenía razones para estar tenso: era su primera dirección de obra y las circunstancias no eran las idóneas. Los operarios no trabajaban a gusto no sólo por aquella primavera tan seca y polvorienta, sino por el ambiente creado por el conserje del edificio colindante, a quien los currantes apodaban con mofa Gambita.
Gambita era menudo y manco del brazo diestro, lo cual le incapacitaba, entre otras cosas, para hacer el saludo militar conforme a la norma. Era estirado a más no poder gracias a los galones, escasos, que orlaban su uniforme azul marino, de botones dorados, y gorra de plato. Como a las puertas de un cuartel, se pavoneaba de aquí para allá en la fachada y alardeaba de su estatus ante los jefes que entraban y salían. Daba los buenos días afirmándose y empinándose sobre la punta de los pies, para parecer más alto dentro de su coraza. Tenía una sonrisa pilla y una mirada penetrante, como la de un león en el cuerpo de una cría de gato doméstico.
Si dejaba de desfilar se atusaba constantemente con la siniestra. Tenía especial habilidad con el muñón derecho, con el que sostenía la gorra mientras se secaba el sudor con el pañuelo. Cuando se cansaba de pulirse los botones, los galones y la gorra tenía costumbre de soltar arengas al aire, que en realidad iban dirigidas contra los trabajadores de la obra, para que espabilaran y acabaran cuanto antes. Daba órdenes alardeando como un encargado de primera. Era evidente que a Gambita una ruidosa obra a las puertas de su teatro de exhibiciones le resultaba de mal gusto.
En estos casos lo que realmente buscaba Gambita era pavonearse delante de cualquiera,
especialmente del novato, con su reluciente casco blanco, a quien despreciaba más aún que a los operarios de monos azules. El joven, por otro lado, carecía del carácter que da la experiencia para no hacerle caso o, mejor aún, pararle los pies, dejándolo en ridículo a ser posible delante de alguno de sus jefes. “Como si no fuera ya de por sí difícil hacer reconocimientos geotécnicos en mitad de la ciudad, con aquel calor, un tráfico denso y tanta gente por la acera”, pensaba a menudo el joven ingeniero.
Sobre aquel escenario bullicioso, de fondo se repetía incansablemente la letanía de la anciana pedigüeña. En una ocasión, cuando ya el penetrómetro había hecho su última medida y la obra estaba a poco de finalizar, Gambita, como el que se huele que la función está acabándose y el público a punto de irse, lanzó sus insultos afilados y aspavientos con su único brazo contra laanciana, de manera furibunda. Todo ello con el fin de demostrar una vez más a aquel su miserable público quién mandaba desde aquel su graderío. No sólo la anciana lo miró condesprecio, sino que los propios trabajadores y algunos viandantes se vieron sorprendidos por aquella actuación tan desmedida y desagradable.
Al día siguiente el ingeniero, ya tranquilo porque el trabajo estaba a punto de finalizar, se dirigió a la anciana y le dio veinte duros. La sonrisa de agradecimiento de la mujer desencadenó un último acto teatral de Gambita, quien saltó como un gamo los tres escalones que separaban la puerta giratoria de la acera, para a continuación despotricar abiertamente contra ambos, una por pedir y otro por dar.
La anciana lo maldijo. Gambita sonreía ladinamente, aunque en el fondo le preocupaba haber abandonado su tarima y exponerse a que se conociera su minúsculo porte. El joven, al interponerse entre ambos, agarró sin darse cuenta el muñón, que se escurrió no se sabe cómo ni dónde dentro del uniforme, con el susto consiguiente para el ingeniero y la indignación inmediata del conserje.
Mientras la vieja reía viendo a Gambita saltar ofendido recomponiéndose el uniforme y huyendo avergonzado y mascullando improperios, el ingeniero sintió cierta pena por el conserje humillado. Hubiese sido un epílogo perfecto si no fuera porque aquella noche soñó con Louis Ménard, el maestro ingeniero francés, quien le recordaría en una lección magistral, con Gambita alzando su muñón saludando al sol, firme como conejillo de indias bien adiestrado, que un ingeniero geólogo que se preciara, antes de apoyarse sobre la manga de un desconocido, debería haber realizado el pertinente ensayo presiométrico.
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