Título: UN LEGIONARIO EMERITENSE

Autor: Álvaro Parrilla Alcaide

 

Nací en Augusta-Emérita, mis abuelos fueron legionarios y mis padres se
dedican a la agricultura. Yo sabía leer y escribir desde pequeño y siempre
quise ver mundo.

El ambiente de la ciudad, junto con el hecho de que ser emeritense permite
formar parte de casi cualquier unidad militar, hizo que me alistara, pidiendo
ir a la zona más lejana, el limes oriental, donde fui asignado a la Legio X
Fretensis.

Lo que allí encontré no era demasiado diferente: mismo clima, mismos
productos… Por lo demás, ni siquiera escaramuzas fronterizas, acaso algo
de contrabando.

Apenas nadie en aquella zona del Imperio hablaba nuestra lengua. A mí me
interesaba saber qué dirían aquellas gentes que nos miraban recelosas, lo
que por las buenas resultaba imposible. Mi centurión me indicó que, si esa
era mi voluntad, podría ser rebajado de ciertos servicios rutinarios que me
resultaban tediosos, por lo que accedí encantado.

Empecé a aprender su lengua hablada y su escritura, bastante diferentes de
la nuestra y comencé a llevar una vida militar más cómoda. Solo realizaba
patrullas urbanas y pasé a recibir una soldada más alta.
Nuestro maestro se llamaba Salomón, llevaba años viviendo junto a nuestro
campamento y apenas trataba con sus paisanos; sólo otros dos legionarios,
uno galo y otro dacio, recibíamos esta instrucción: leíamos, escribíamos y
aprendíamos con rapidez, pero mi caso era especial, pues Salomón decía
“Es igual que nosotros” refiriéndose a mi tez morena del otro lado del
Mare-Nostrum.

Llevaba allí apenas un año y ya entendía lo que los indígenas hablaban
cuando patrullábamos, aunque jamás lo manifesté, por orden de mis
superiores. Salomón empezó a darme lecciones solamente a mí, varias
horas al día y fui rebajado del servicio de armas; empecé a estudiar su
cultura, llena de tradiciones y creencias difíciles de compatibilizar con las
nuestras, por más que se esforzaran en hacernos creer lo contrario.A los dos años de llegar, plenamente centrado en mis estudios, mi centurión
me dijo que el prefecto me requería para su servicio personal, por lo que
debía abandonar la guarnición y marchar a la capital provincial, al tiempo
que se me doblaba la soldada.

Pronto entendí todo aquello: parecía uno de ellos, hablaba su lengua, sabía
leerla, conocía su cultura; nieto de legionarios, mis padres residían en
Emérita y ocupaban una posición social en ascenso de medianos
terratenientes. Estaba claro que yo sería siempre fiel a nuestro emperador
Tiberio.

El prefecto me requería para estar atento a cuanto aconteciese entre la
población indígena, debía ser uno de ellos; cualquier detalle era importante
pues, aunque cumplieran nuestras leyes y nosotros respetásemos sus
tradiciones, e incluso a sus jefes como tales, no éramos de su agrado.
Sabía, del estudio de sus libros sagrados, que esperaban que alguien viniera
a liberarles de nosotros y que seríamos aniquilados, pues su poder no sería
inferior al del que les abrió el mar Rojo y lo cerró engullendo a los ejércitos
del faraón.

Empecé a notar tensión entre los indígenas, había quien decía que ese
guerrero había aparecido ya y que se encontraba entre la gente en las
aldeas próximas, aunque los ancianos y jefes de la ciudad lo negaban
tajantemente. Se estaba generando una división social importante.
El prefecto me ordenó máxima atención, debía saber si esa persona existía
y en caso afirmativo seguirla a distancia: no estaba mal que los indígenas
disputasen entre ellos, pero debíamos saber qué sucedía.

Me enteré de que la persona existía y de que esa tarde hablaría junto al
lago, lo que había despertado gran ilusión entre la multitud humilde que
habitaba sus contornos. Me apresté a ir allá, pero la distancia era grande;
gracias a unos áureos que hube de dar a un viajante para que me vendiese
su caballería, conseguí llegar cuando estaba terminando la alocución.
Aquel hombre -al que sólo vi de espaldas- no podía ser un guerrero, no tenía
trazas de tal, sin embargo, miles de personas echadas en el suelo
escuchaban su potente voz en medio de un silencio absoluto. Su discurso
cambió los corazones de aquellas gentes con las que pude hablar después
y, creo que, aunque sigo confundido, también ha tocado el mío.

 

Sólo le oí decir:
“… Todo el que venga a mí y oiga mis palabras y las ponga en práctica,
os voy a mostrar a quién es semejante: Es semejante a un hombre
que, al edificar una casa, cavó profundamente y puso los cimientos
sobre roca. Al sobrevenir una inundación, rompió el torrente contra
aquella casa, pero no pudo destruirla por estar bien edificada. Pero el
que haya oído y no haya puesto en práctica, es semejante a un
hombre que edificó una casa sobre tierra, sin cimientos, contra la que
rompió el torrente y al instante se desplomó y fue grande la ruina de
aquella casa” 1 .

 

1 Es el final del Sermón de la Montaña, quizá el discurso más importante de la historia,
en el que se pronunciaron, entre otras, las Bienaventuranzas y que termina como se
indica (Lc 6, 47-49), también recogido por (Mt 7, 24-27) ¿Cabe otro relato geotécnico de
mayor enjundia?